Contenido creado por José Luis Calvete
Fútbol uruguayo
Prócer centenario

Se cumplen hoy 100 años del nacimiento de Obdulio Jacinto Varela

Recordamos al Negro Jefe repasando algunas de sus frases, su recorrido en el fútbol y el silencioso adiós luego de que la AUF le negara entradas.

20.09.2017 03:10

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2017-09-20T03:10:00-03:00
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Montevideo Portal

Obdulio Jacinto Varela Muiños nació el 20 de setiembre de 1917 en una familia pobre, numerosa y trabajadora. Pasó por La Teja y el barrio Paysandú y optó por el apellido de su madre, Juana Varela, que fue quien lo crio.

Fue cuidacoches, vendedor a domicilio, cadete en una lavandería, lustrabotas y peón albañil. Cualquier changa servía para llevar el peso a la casa, mientras repartía su tiempo adolescente de adultas responsabilidades con el fútbol.

En 1936 debutó en Deportivo Juventud, de la División Intermedia, y dos años después pasó a Wanderers. Por ese entonces, ya instalado en La Comercial, seguía trabajando pero como portero en Impuestos Indirectos.

El 29 de enero de 1939, con 21 años, debutó con la Celeste a nivel mayor. Fue en el segundo partido de la Copa América de 1939, en Lima, en lo que fue victoria 3-2 sobre Chile. Sustituyó a Abdón Pérez para el segundo tiempo y no fue titular en ese torneo.

Ya en la Copa América de 1941 en Santiago se afianzó, aunque no pudo coronarlo con el título, y en la de 1942 tuvo su revancha en Montevideo. La Celeste fue campeona con puntaje perfecto ganándole el último partido a Argentina, que era una final, y el Negro Jefe jugó los seis partidos.

Si bien pudo haber pasado a Nacional porque “cuando uno es joven y chico agarra para cualquier lado porque lo que quiere es jugar al fútbol”, según contó en recordada entrevista con Jorge Traverso en 1992, pasó a Peñarol en 1943 y se quedó 12 años hasta su retiro, en 1955. Con los carboneros fue seis veces campeón uruguayo.

En medio de un clásico, ante un golpe fuerte de un jugador de Nacional contra un compañero suyo, llegó a decirle al árbitro: “si alguno de mis futbolistas llega a dar una patada como la que aquel señor acaba de dar, le ruego que lo expulse, porque en mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha”.

Se casó el 29 de enero de 1946 con Catalina Keppel, su compañera de toda la vida, y dos años más tarde encabezó la huelga de futbolistas que tuvo parado al fútbol uruguayo desde octubre de 1948 hasta mayo de 1949. Durante la huelga volvió a trabajar como peón albañil y rechazó sobornos de directivos aurinegros para levantar la medida.

Tras el conflicto cortó el diálogo con Matías Gonzales, “carnero” en aquella huelga, pero fue quien obligó a todos sus compañeros a darle la mano días antes de partir al Mundial de 1950 para que integrara el plantel uruguayo. Dejó de lado las diferencias personales y capitaneó aquel equipo que protagonizó el Maracanazo.

“No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo, y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasa nada (...) Los de afuera son de palo. Estos partidos se ganan con los huevos en la punta de los botines. (…) Con la Celeste en el pecho somos doble hombres”, exclamó antes de salir a jugar la final.

Tras aquel triunfo 2-1 no quiso estar en la celebración junto a los dirigentes. Prefirió salir de recorrida por los bares de Río de Janeiro, donde sintió el respeto y la admiración de un pueblo que había quedado entristecido por su hazaña.

“Lo de Maracaná nos sigue haciendo mal”, llegó a decir. “Fue un triunfo que nadie lo esperaba. El deporte va cambiando año a año y se va perdiendo el amor por la defensa de los colores. Nos quedamos pensando mucho en el pasado y es una lástima”, dijo en 1992.

“El jugador de antes jugaba más porque le gustaba defender la camiseta uruguaya o el cuadro de su barrio. Son épocas y han cambiado”, manifestó Obdulio, quien defendió a la selección en 45 oportunidades y marcó nueve goles.

Autor de las frases “en el fútbol el triunfo hace grandes a todos” y “la calle enseña, pero también echa a perder”, entre muchas otras, volvió a ser pobre después de retirarse del fútbol, pero nunca infeliz. “Si jugaba al fútbol era feliz porque estaba en lo de uno y acompañado por amigos. En el deporte no se pierde nunca la amistad. Si usted es una persona amable, siempre tendrá amistades, que son lo más importante después de la familia”, expresó.

Y alejado del fútbol se atrincheró en Villa Española, donde vivió hasta el 2 de agosto de 1996, seis meses después del fallecimiento de su inseparable Catalina. Por entonces ni siquiera prestaba atención al fútbol.

“Recordar es malo. Aquello ya se fue, pero usted está viviendo otra vida. Lo pasado, pisado. (…) A mí el fútbol ya no me llama la atención. Se va perdiendo el amor al deporte. Según las circunstancias de la vida hay gente que lo convida a uno para ver al deporte y otros que no; que lo borran. A mí me borraron varias veces”, rememoró.

“Dejé de ir al fútbol porque un día fui a la AUF a buscar unas entradas y me las negaron. Quedé muerto con eso. ¿Y esto cómo es? Desde ahí, nunca más. Dije: ‘Negrito, acá se terminó’. Y se terminó. Si hay un partido de fútbol en la televisión me quedo leyendo el diario. Se terminó el tiempo aquel”, contó.

Sus apariciones mediáticas fueron tan esporádicas que pasó a ser casi un olvidado, pese a que su nombre está grabado para siempre en la historia del fútbol. Fue condecorado con la Orden al Mérito de la FIFA en Oro previo al Mundial de 1994, y al año siguiente se lo homenajeó en el Solís a poco de comenzar la Copa América de 1995 en Uruguay.

Lejos de considerarse un caudillo o una gran figura, se describía a sí mismo como una persona normal. “Nunca conocí a nadie que coma puchero de fama”, llegó a decir el Negro Jefe, quien pese a ser mundialmente famoso terminó jugando todos los días una final del mundo en Maracaná para llenar la olla.

De perfil bajo y figura gigante, dejó un legado y un sinfín de vivencias que lo transforman en un mito del fútbol uruguayo. Ni cerca fue el mejor jugador de la historia de este país, pero sí el más importante y representativo de todos.

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